A poco que se tenga una conversación templada con Fran Ramírez (Herrera, 1984) se pueden obtener muchos datos de su biografía y de su personalidad. Como que es un tipo distendido, de buena conversación, generoso y risueño. Un artista en potencia, o así se define. Afirma odiar los caminos prefijados, lo que conforma un currículum como estudiante de lo más variopinto, en el que los capítulos fueron quedando abiertos a conciencia. Ya como profesional, siente predilección por Erró, aunque en su pueblo lo vean más como un cruce entre Andy Warhol y Roy Lichtenstein. No obstante, él mismo reconoce que las influencias son mucho más cercanas: desde el Miki Leal pintor –que para eso ambos son sevillanos, y que no por casualidad nuestro protagonista fue elegido para formar parte de la colectiva Que vienen los bárbaros (CAS, 2012), con la que Ignacio Tovar y Sema D’Acosta se planteaban lo que había dado de sí el arte andaluz algunas décadas después de Sala de Estar y The Richard Channin Foundation–, y el Francisco Casas dibujante. También se puede aducir que trabaja mucho y rápido, pero que, sin embargo, jamás le ha dedicado más de 24 horas seguidas a una obra, aunque éstas han podido verse esparcidas en el tiempo unos cuantos años –como le ocurrió con el retrato de Abraham Lincoln de Bipolar Express–, punto este que comparte con otro de sus pintores fetiche, el belga Luc Tuymans. Que se confiesa ser un géminis puro, con las consecuencias que conlleva ser un géminis puro (Sí: hace unas líneas leyeron la palabra “bipolaridad”). Que es un forofo de los videojuegos y que el Assassins Creed puede ser una fuente de inspiración tan válida como Charles Dickens, en el que reparó para dar título a su muestra Copperfield, en una de sus primeras comparecencias públicas. Remataré diciendo que su pulso es bueno si la superficie sobre la que trabaja es rígida, de forma que para los grandes formatos tiende a desmo ntar los bastidores para sentirse más o menos cómodo con el trabajo ejecutado.
Todos estos datos, que podrían resultar más o menos triviales para conformar la biografía de otro creador, es fundamental que sean puestos en primerísimo primer plano –que diría un cineasta– para hablar de Fran Ramírez. Porque hay pocos artistas en los que vida (diaria) y obra se contaminen y confundan. Una libreta de las de toda la vida sirve para recoger las anécdotas del día a día, y, allí, ojeando la ultima, uno puede dar con aquel dibujito resultado del atropello que estuvo a punto de experimentar paseando por la Gran Vía en uno de sus últimos viajes a Madrid. Porque todo lo que pasa por delante de los ojos y la atención de Ramírez es susceptible de convertirse en motivo de alguno de sus cuadros o bocetos. Reparen por ejemplo en el título de la muestr a con la que por primera vez entra en una galería, la de Fúcares en Almagro: La venganza de la Reina Ana. Ese fue el nombre del barco de Barbanegra (Ramírez siempre se ha identificado con los héroes caídos en desgracia, con los malos del cuento que, además de rebeldes, el mundo les hizo así). Barco, que el pirata robó a los franceses (que a su vez se lo habían levantado a los ingleses) y que rebautizó en honor de la soberana británica por la que debía de sentir gran devoción.
Mucho se ha hablado de la influencia del cómic, de la baja y la alta cultura (de las frases populares y los chascarrillos infantiles a las citas de los grandes filósofos), también de las nuevas tecnologías y la pornografía en la obra de Fran Ramírez. Todo ello continúa en este trabajo reciente en el que lo más significativo sería el salto y asalto al color, en composiciones heterogéneas en las que el autor se va distanciando cada vez más de aquellas imágenes bidimensionales en blanco y negro de los comienzos en las que los motivos los aportaba lo registrado por su cámara fotográfica. También la del móvil. Ahora, su lente es la memoria, aunque los protagonistas sigan siendo amigos o “conocidos”.
Como ese cerdo de Davy Jones, la pieza más monumental de la exposición, que se vuelve a repetir en el lienzo vertical que da título a la muestra, y con más motivo sí cabe. Un cochino, éste, que tiene nombres y apellidos. Porque cada pieza que sale de la factura de este creador esconde una viva historia personal. Tiremos de nuevo de anécdota: No hará mucho que un chaval del pueblo de Ramírez le conminó a abandonar la pintura. “Si no ganas dinero con el arte no puedes decir que seas artista”, le espetó. Zapatero a tus zapatos, y los tuyos, debió pensar este individuo, son los que calza tu padre, que durante años se ha dedicado a lo de pintar, pe ro con la brocha gorda. Ni corto ni perezoso, y sin necesidad de enzarzase en una conversación estéril, Ramírez tiró por la calle de en medio. Y se le ocurrió recuperar esos trapos de años y años que su progenitor utiliza para cubrir superficies cuando lleva a cabo su labor y no manchar estancias u objetos delicados, los cuales llevan impregnadas mil correrías en su naturaleza de drippings no intencionados. Sus fondos, trasladados al lienzo, son ahora los de algunas de las piezas de la muestra. Esta es la manera sutil que tiene Ramírez de responder a su interlocutor. Porque la venganza siempre se sirve fría. Y lo que fuera material de humilde trabajador es ahora soporte de obras de arte que cuelgan en las paredes de una galería. Ni que decir tiene que ese gocho que pasta en la escena tiene nombre. Porque, bien es sabido, no conviene echar de comer margaritas a los cerdos.
En otro orden de cosas, Ramírez sigue siéndole fiel a las premisas que han ido configurando un estilo basado en buena parte en el autodidactismo, la ilusión y la reflexión, y que, a partes desiguales en su coctelera mental, ha dado pie a un proyecto vital con dos décadas de historia, aunque sus posibilidades de asomar la cabeza hayan sido menos: la multiplicidad de técnicas (óleo, acrílico, rotulador...) y soportes (tela, trapos, papel...); la mezcla de grandes iconos de la Historia y los mass media (Lincoln, Caravaggio, Isabel II, Churchill...) y personajes cercanos más o menos metamorfoseados; referencias a la publicidad, que se acomodan a los referentes de la Historia del Arte (como la pietà miguelangelesca que deja de un lado la fe para sustituirla por el logo de Fedex); la introducción de t extos y tipografías en una maravillosa ensalada de conceptos (Sic semper Coca Cola; Kennedy is Killed by Sniper...); la contaminación de los vídeo-juegos, del cine de aventuras (no podía faltar La Guerra de las Galaxias), del cómic (del clásico del oeste al manga más actual)... Escenas en las que todo se descontextualiza para dar pie a nuevos mensajes en los que las disposiciones renuncian a una jerarquía precisa y donde el detalle se puede convertir en punto de fuga. Justo allí, el color refuerza conceptos o funciona como “inhibidor de frecuencia”.
¿Recuerdan cómo al principio les anuncié que todo en los cuadros y dibujos de Ramírez tiene un motivo y tiene un porqué? También la Reina Ana cuenta con un referente de carne y hueso, lejos de los libros de Historia. Pero esa, y valga la redundancia, es otra historia que tendrán que preguntarle ustedes mismos al artista. De igual forma que tendrán que preguntarse a sí mismos por la pertinencia de cada motivo en sus obras. De nada servirá ser un receptor pasivo. Permanezcan atentos a sus pantallas, que son sus lienzos. Esta conversación (o recuerdo) puede estar siendo grabada. Sobre todo si su interlocutor es Fran Ramírez. Ríete tú del Gran Hermano.
Texto: Javier Díaz-Guardiola. Periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad es coordinador de la sección de arte, arquitectura y diseño de ABC Cultural, la revista cultural del diario ABC, y responsable del blog de arte Siete de un Golpe.
Fran Ramirez La venganza de la Reina Ana
Lugar: Galería Fúcares-Almagro, San Francisco 3, Almagro
Fecha: del 22 de octubre de 2016 al 7 de enero de 2017
web: www.fucares.com
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